Existencia negada
Muy bien, ya fui a la marcha, me
sumé a esa masa, a esa multitud que grita consignas, a esa masa amorfa, anónima,
en donde todos se dan cita pero pocos son los que realmente creen que funciona.
¿Y luego…? Regreso a mi hogar por
el mismo sendero, con la misma gente, a la hora de siempre, con el invariable
ambiente putrefacto, en la perpetua ruta de camiones podridos con choferes que
siempre escuchan la eterna música popular con dos ritmos musicales, que después
de años de oírla resulta simplemente hartante, asquerosa y grotescamente
deprimente, en un camión abarrotado de personas que vienen de la extenuante
faena, que vienen de joderse la espalda y el alma para conseguir unos cuantos
pesos para poder comer y en un segundo plano para “vivir”, para “vivir” de la
ilusión de que algún día podrán comprar “x” o “y” cosa que seguramente no les servirá de ni
madres, pero aún así laboran en un trabajo que no los satisface en ningún
aspecto, bregan tristemente, conformistamente en trabajos que no gustan, que
no podrían gustar a alguna persona porque según “alguien” estableció que esos
quehaceres eran para “aquellos pobres sin oportunidad” y aun así esos
trabajos serían un lujo. ¿Quién dijo que sí no cubres las normas que “alguien”
estableció, estás fuera? En principio ¿Fuera de qué?, fuera de un mundo mágico
en el que creemos que tener es lo que nos hace ser, —“sí no tienes no eres”— ése
es el lema de nuestro presente. ¿Cómo alguien no puede ser si desde siempre se
es? Es la famosa existencia negada, somos porque existimos, pero nos niegan, el
mundo se cierra ante aquellas manos trabajadoras sin las cuales esta sociedad
no se movería como lo hace hoy.
Esa gente de ese camión, ¿acaso no
se da cuenta de lo triste que se vislumbra el lienzo que protagonizan? ¿Acaso
no se percatan de que son parte de algo que también los niega? ¿Que parecen una
carga pero que son una necesidad? Acaso nunca se han preguntado ¿Por qué viven
en las condiciones en las que “viven”? Y Sí lo han hecho ¿Cuál es la respuesta?
¿Quién se las ha dado?
¿Quién dijo que el progreso representa
la antinatura? ¿Por qué no el progreso es regresar al origen?
He platicado con mis íntimos
amigos y casi todos me comentan que jamás podrían regresar a vivir en una cueva, es más, ni si quiera a un
rancho con animales, porque están “acostumbrados” a esta vida de ciudad, de
gran urbe, sin aire puro, sin árboles, sin el cantar de los pájaros, donde la única
sombra que conocemos es la de los edificios, acostumbrados a tener un teléfono
celular que en esencia no sirve de nada, pues nadie muere si no tiene uno, en
un mundo sin Internet; el cual nos ha hecho esclavos de un mundo inexistente,
cómplice de los millones de asociales contemporáneos temerosos. —“En la red lo
encuentras todo” bajo ese lema se escuda la red— y... ¿De qué nos sirve todo? Sí el mayor tiempo
lo empleamos en dos o tres páginas, porque igual que en la sociedad “real,” si
no las conoces o no estás vinculado a ellas no eres nada y estas excluido, ¿excluido
de qué? ¿De la información? Millones
viven sin Internet y sin esa supuesta valiosa información y “libertad” que
supuestamente nos da el Internet y aún así viven y seguirán viviendo y en nada
cambiarán sus entornos, porque la transformación no se dan en la irrealidad de
lo virtual, se da en la acción, en el hartazgo de la vida jodida, en el enojo,
en el coraje y la frustración que provoca el entorno, pero esa transformación
debe venir del individuo, del ser que se da cuenta que es y pregunta y nunca
recibe respuesta, es de ahí, viene del inconformismo total, del repudio a lo
que vemos día a día, de la indignación. Pero pareciera que nuestras sociedades
no conocen esos conceptos, no se los han presentado.
El 2 de octubre como cada año y como en los
últimos meses, hemos salido a las calles de esta gran urbe para gritar que estamos
hartos del Gobierno que nos encabeza, de las decisiones tan desatinadas que han
tomado, de la jodidez en la que nos han mantenido, a hacer ruido y gritar que
estamos inconformes.
Pero... —porque siempre debe haber un pero— la realidad es que no fue tan grande como
pareció, no fue tan ruidosa como creímos, no hizo eco como hubiéramos deseado,
la realidad fue que esta “gran” marcha aconteció como todo lo que sucede en
esta ciudad, como los asaltos diarios, como los accidentes automovilísticos,
como ir a trabajar o estudiar, así nomás, fue como miles de jóvenes y algunos
adultos se dieron cita en la plaza de las tres culturas, rindiendo homenaje a
aquéllos caídos en batalla, marcharon de allí al zócalo de la ciudad, entre
injurias, pancartas con leyendas ofensivas hacia los dirigentes de un México
lastimado, entre mentadas de madre a Felipe Calderón y sobre todo a Enrique Peña
Nieto, rodeados de granaderos —no vaya a ser—, bajo un sol
implacable como el de los últimos días.
A sabiendas que nuestra marcha no
tendría mayor impacto, a sabiendas de que todo y de que nada podría suceder,
todos nos dimos cita en Tlatelolco y caminamos y caminamos, tomando fotografías
para la posteridad, para subirlas al “face”, anduvimos con indignación porque
parece que los que estábamos allí, sí la conocemos, recorrimos esas calles con
orgullo, entonando las consignas, las mentadas, demostrando a las personas —ya
sean muchas o sean pocas— que somos muchos, que existimos, que sepan que hacemos
ruido, que estamos en la búsqueda de otro sistema, de otro futuro, o mejor
dicho, de un futuro, del que nos han arrebatado.
Y todo suena bien, todo se ve
adecuado desde adentro, desde la masa, desde el anonimato, desde el resguardo
de tantas y tantas personas a tu alrededor, desde allí, pareciera que podríamos
cambiar el panorama, pareciera que tendremos un impacto en las mentes de
quienes nos miran con asombro, con despecho, con orgullo, con temor, con todos
aquellos sentimientos que despierta la marcha, la multitud enardecida. Pero
muchos también nos miran con indiferencia, con la cruel, ciega y fría
indiferencia de un pueblo que lo ha visto todo y siempre se queda inerte, de un
pueblo que se ha sentado a la orilla del sendero para ver la vida pasar, para
ver el mundo moverse, crearse, destruirse, arruinarse, para mirar y sólo mirar
a una vida y a un pueblo al que parece que el tiempo no le afecta, porque las
costumbres que venimos arrastrando desde hace décadas han prevalecido y han
hecho un fuerte impenetrable.
Porque en mi camino hacia el
punto de reunión no pude evitar alzar la mirada y observar mi alrededor,
observar sí había un cambio en la rutina de los habitantes, sí la gente hablaba
del tema, sí al menos alguien de mis vecinos comentaba algo, lo que fuera, pero pude comprobar que no era así, que todo
se movía como suele moverse. La misma gente salió de sus casas dormitorios para
recorrer pocos o muchos kilómetros para las escuelas o trabajos, a lidiar con
un transporte público ineficiente, en avenidas repletas de coches, a seguir
jodiéndose el alma y la espalda por unos cuantos pesos. Y los que se enteraron
de lo que sucedía se limitaban a decir “mira esos ninis, esos porros
revoltosos” juzgando como nos encanta juzgar. Y yo me pregunto: ¿Acaso a ellos no les afecta esta situación? Y
pues es obvio que sí, pero al llegar a sus lugares de destino, llámese trabajo o escuela, se les olvida y, se les
olvida porque tienen infinidad de cosas que hacer, porque en la escuela están
las clases, los profesores, el “aprendizaje”, porque al llegar al
trabajo saben que les espera perder la mitad del día y de la vida soportándolo
todo, y digo soportándolo porque es así como nos han educado, a soportar, parafraseando a mi mejor amiga; “a agua y ajo, a aguantarse y a joderse”, y luego les sueltan las cadenas para regresar a sus casa dormitorios no sin antes hacerse tragar por ese
transporte público putrefacto, abarrotado, caliente y mal oliente y, en su desventura logran después de mucho tiempo perdido llegar a casa y al llegar a sus casa, lo
primero que hacen es... prender su maravilloso televisor para adormeser el raquitico resquicio de alma que aún sobrevive en sus mentes, a través del calor de la televisión no sólo se les olvida su desgraciada vida sino que su mente se deja llevar por lo que
ven y, entonces, sueñan con ser modelos de
televisión, sueñan que tienen todo aquello que ven, sueñan con
ese futuro que les han arrebatado, con esa vida de la cual han sido expulsados, la cual sólo conocerán en televisión, sueñan con la banalidad
que impera en esta sociedad cada vez más vacía, más vanidosa, más grotesca, más
asfixiante y menos libre.
Muchas veces me negué a pensar que
el televidente era un ser pasivo, pero de la peor manera me he dado cuenta que
sí lo es. La mayoría de las personas realmente creen en lo que ésos les dicen,
lo creen como verdad absoluta, no cuestionan y no es su culpa (no me gusta esa
palabra pero aun no conozco otra que signifique algo similar) esa falta de
curiosidad innata y de perspicacia se debe a que nos educaron para eso, para
aceptar sin chistar lo que nos den, lo que nos ordenen. Seguimos arrastrando el
“mande” que creemos educación y respeto cuando sólo es sumisión y pasividad. ¡Qué
equivocados estamos! O... ¿Qué equivocada estoy yo? Porque simplemente yo no
puedo dejar de preguntar, ni de pensar, ni de ser infeliz con lo que es esta
realidad. Porque me jode ver en lo que nos hemos convertido.
Jóvenes que gritan consignas que
no entienden, jóvenes que aborrecen el imperialismo pero abarrotan los McDonald's, y se atiborran de Coca-cola en la primera oportunidad, que compran su ropa en tiendas de supuesta
“marca” y se toman la foto con el disfrazado de militar, o de duende, o de lo que
sea, ¿para qué?, “pa’ subirla al feis”, así nomás, sin tanta consigna. ¡Pero
eso sí! No dejan el glamour, tienen que verse increíbles aun en la marcha,
cabello planchado, botas, vestidos, lente obscuro, lápiz labial, chamarra de
cuero, etc., etc., y tampoco dejan las redes sociales, unos para mantener
informados a los otros que no están allí, otros más
para subir banalidad. Y seguimos siendo una masa amorfa sin identidad, sin fondo,
sin consigna real. Me atrevo a decir que sin esperanza y sin ideales.
Salimos a caminar por unas horas
y regresamos a internarnos en nuestra cotidianidad, por “n” cantidad de
aspectos, pero regresamos a la realidad de una ciudad imposible, de un país
herido por sus gobernantes, herido por sus habitantes, herido por la apatía de
unos seres que se niegan a ser y vivir realmente.
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