La montaña
Cerrar los ojos y ver la montaña,
ver el silencio, escuchar el silencio y preguntarse ¿Qué es el silencio? Sólo el
dulce susurro del viento jugueteando entre las ramas de los pinos; grandes y frondosos pinos que se alzan como
queriendo tocar el cielo, como queriendo fundir sus copas con las suaves y
espesas nubes. E inhalar profundo… profundo… muy profundo y oler, oler el
bosque; ese olor a flores salvajes, a yerba fresca, a pasto recién torcido por
las huellas de quien camina, a frío, a la fusión de montaña en medio de la
nada, caminando para descubrir el horizonte, llenarte del placer de estar allí,
en ese lugar paradisiaco.
Entonces el bosque te abraza, te
hace parte, te compromete, te habla, te mira de frente e imponente te susurra primero, luego te
pregunta con arrogancia, y, entonces, quedas perplejo ante tanta majestuosidad
y no sabes que hacer, extasiado, enamorado, enloquecido, seducido por el verdor
del día te dejas llevar, te entregas, te vuelves cómplice, de vuelves uno y lo
demás no importa, caminas, corres entre
ramas, entre los pastizales aún verdes de tanta agua, entre arbustos que te
dejan sus marcas en las ropas, entre árboles que enmohecidos se dejan reblandecer para volver a ser parte de la
tierra que alguna vez les dio la vida, tan suaves como las nubes en verano y sigues corriendo, brincas riachuelos, te enlodas los pies, se manchan tus ropas y no
importa porque no son manchas, es la fértil
tierra que te abraza, es la tierra a la cual regresaremos. Y entonces
del silencio se hace el sonido, ¿Qué es ese sonido? Sino el agua que corre sobre
las rocas, rápidamente, a veces sigilosa y calmada, casi inexistente, otras más
salvaje y libre, siguiendo el sonido del agua, corres, deseando llegar, y de
pronto, se hace presente la belleza en todo su esplendor, la cascada, esa
cascada que grita -estoy aquí, mírame, maravíllate, siéntete menos ante mi grandeza,
hipnotízate y entra en mí- y no lo dudas, te despojas y corres, corres a
entregarte cual amante fiel a su amada, a entrar para lavarte, para exorcizar
los demonios, las culpas, el tóxico que alguna vez recorrió tu mente, para
salvar el pensamiento de la locura, para recordar que aún estas vivo, para que
por un momento, bajo el golpe gélido del agua vislumbremos nuestro verdadero
fin y por un instante sepamos para qué estamos aquí. Y entonces la montaña te
habla y la tocas, extasiado por el olor, por el viento, por la revelación de la
vida, del deseo, de la belleza casi increíble, abres los ojos y cegado dices “¡Puta
madre, a mí también la vida me sonríe!”
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