1 de octubre de 2013
Mis pensamientos no encuentran lugar, no encuentran razón de ser en esta existencia. El desvelo, la hambruna, el dolor de ojos, frente y cara no importan cuando el alma duele; aquella fuerza interior que sabemos que existe sólo cuando duele.
Ha pasado un mes desde aquella madrugada fallida en que tuve
que decirte adiós y todavía te recuerdo y me dan ganas de llorar. He puesto tu
foto en mi escritorio para poder verte siempre, porque ahora sólo en fotografías podré
contemplar tu bello rostro, tu pequeño cuerpo, tu peluda pancita.
Llegaste un día que no recuerdo bien pero yo lo fijé en 8 de
abril. Estabas ahí en la esquina de mi casa, tirado, hecho bolita,
sufriendo, dándole tus últimos respiros a esta vida miserable,
temblando de hambre y de frío, todo golpeado, con un ojo muy infectado, casi raquítico,
sin pelo en tu cuerpecito y sin esperanza... así te encontré, y tengo que admitir que
cuando escuché el discurso de mi madre para ir a rescatarte pensé en dejarte ahí, en no salir a
verte, en continuar con lo que estaba haciendo, pero… algo me hizo levantarme de mi computadora y salir a mirarte y…
cuando te vi... no pude decirte que no, entré corriendo a la casa a tomar unos
trapos viejos, salí de la casa, caminé hasta donde estabas y te
tomé suavemente entre mis manos, te
metí a mi casa y no supe qué más hacer, yo no soy
veterinario y nada sé de salud canina, así que recordé que en días pasados
habían dejado una tarjeta de un veterinario, llamé y esa misma noche ella
llegó, me dijo que ya eras mayor, que quizá perderías tu ojo derecho, pero no
me importó. Te adapté una caja de cartón como casita y me puse en marcha; compré comida, medicina y cobijas, todo lo necesario para que estuvieras cómodo. No me di cuenta como en unas semanas ya eras otro. En esas semanas mientras te curaba, cuidaba y apapachaba, intenté buscarte una familia y darte en adopción, yo no me sentía preparada
para una responsabilidad como esa, y tuviste suerte, pues hubo personas que se
interesaron en ti, pero… nada serio, tu destino era quedarte y lo lograste.
Tenía que bautizarte, no podías seguir llamándote perro, te
nombré Leónidas, como el gran guerrero espartano que luchó hasta el
final, ese nombre era perfecto para ti, siempre fuiste un guerrero para mí, porque soportaste todo y aguantaste
firme.
Después de algunos meses ya eras leoni, perri, perranchi,
leonido, y toda clase de apodos graciosos, besos y caricias te rodeaban, te convertiste
en el consentido de la casa, te ganaste el corazón de todos y entonces decidí edificarte
una casita, me costó algunos días de esfuerzo, pero lo logré y sé que te gustó, poco importó que fuera de color rosa, importó que ya no se te caía el techo encima y que
podías dormir cómodo y calientito todas las noches.
Los meses pasaban rápidos a tu lado, apesar de tu edad todavía jugabas y corrías a mi lado, y entre esos juegos y caricias me enseñaste muchas
cosas; me enseñaste a ser fuerte a pesar de todo, me enseñaste a
no quejarme aunque me duela, me enseñaste a ser madura y tomar las decisiones
por mí, me enseñaste a madurar pero, sobre todo, me enseñaste el camino que
quiero seguir por el resto de mi vida, el de salvar vidas, me enseñaste a
respetar la vida en cualquiera de sus formas; como planta, como pez, como ave,
como insecto. Me enseñaste a disfrutar lo que tengo y no ambicionar nada, me
enseñaste que recostarse bajo el sol puede mejorar cualquier día, me enseñaste
a amar a los demás y a mí misma, todo me lo enseñaste tú y cuando creíste que no
podías enseñarme nada más, decidiste que te tenías que ir.
Te conocía tan bien que un minuto me bastó para saber que
algo andaba mal, tu ojo no era el mismo, tu caminar cambió, tu expresión. Decaíste de un día para otro, la insuficiencia renal te
arrebató la salud, la felicidad, la vida.
Dos semanas estuve cuidándote, alimentándote en la boca, dándote tus medicamentos a la hora indicada, levantándome a media noche para ver si necesitabas algo más, una
semana estuviste en el hospital, creí que mejorarías, creí que estarías conmigo
por muchos años, juré que te llevaría a donde me fuera, pero… te fuiste antes
tú y no me llevaste.
La noche del 1 de octubre fue la que nos marcó la distancia.
Comenzaste a convulsionar, a llorar y el brillo de tu ojito se apagó. En la
madrugada logré encontrar un veterinario, te llevé y me dijo que estabas muy
mal, que no lo ibas a lograr y que lo mejor era dejarte ir. Todo pasó tan
rápido que no supe como hoy sigo aquí, sola como cuando comencé.
Te lloré por días, te sigo extrañando, te podría seguir
llorando porque te amé como jamás amé a ningún otro, eras como mi hijo, y me
dolió tanto verte partir, me dolía que sufrieras, me dolió ver como la vida se
te fue de las patitas.
Ya no tengo perri sombra, ese pequeño que me saludaba todos
los días al llegar a casa, ese que me seguía hasta para ir al baño, ya no tengo quien me espere en las noches, o por
quien levantarme en las mañanas, ya no tengo por quien preocuparme de llegar temprano
a casa para darle de comer. Te fuiste y dejaste una casita vacía, unas cobijitas
limpias y un osito esperando tu llegada.
Leóni, te amaré por siempre, mi perranchi encantador.
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